Cuando Bowie Murió
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(Para quienes aún orbitan.)
No lo esperaba.
No así.
No por un hombre que nunca toqué.
Y sin embargo, lloré.
Como si algo en mí se hubiera soltado.
Como si una frecuencia conocida
se hubiera roto para siempre.
Pero cuando Bowie murió,
algo en la señal se quebró.
No la música.
Esa sigue.
Sino el transmisor.
La antena humana —
pisando la Tierra en botas de galaxia,
con pómulos de otro plano,
mitad personaje, mitad código.
Fue de los pocos
que hizo del exilio algo sagrado.
Lo raro, lo andrógino, lo desplazado, lo nacido del futuro —
nos llevó a todos
en su frecuencia.
Y al irse,
nos dispersamos.
Como satélites fuera de órbita
sin canción que sostenga el giro.
Soñé con él una vez.
Después de que muriera mi padre.
Estábamos entre bambalinas,
en un concierto de Bowie —
una zona liminal si alguna vez la hubo —
y allí estaba mi padre.
No como el hombre que conocí,
sino como figura galáctica.
Capitán. Comandante.
Igual.
Me miraba como diciendo:
¿Ves? Yo también conocía la misión.
Y por un instante
no éramos humanos.
Éramos viajeros
con pasado compartido
y heridas distintas.
Pero algo más pasó cuando Bowie murió.
Algo calló.
Como cuando una estación deja de transmitir,
y en lugar de estática,
hay silencio.
No se sintió como una muerte.
Se sintió como una pérdida de coordenadas.
Como si el faro se hubiera apagado.
Como si el mapa dejara de tener norte.
Yo soy susceptible — iba a decir víctima — de las señales.
De las líneas invisibles.
De los que traen mensajes
sin saber que lo hacen.
Y Bowie era uno de ellos.
Un nodo en la red galáctica.
Una transmisión viva
con lente de glam y polvo de estrellas.
No todos lo vieron así.
Pero algunos sí.
Los que sabíamos
que el brillo no era maquillaje,
sino señal.
Y que su rareza
no era disfraz,
sino pasaporte.